Veinte poemas de Marisa Barros

Dedicatoria:        a todos los seres

Hablo de ti, de mí: de la memoria…

Hablo de todo aquello no pronunciado

que pertenece sólo al silencio íntimo;

al doloroso silencio del hombre

y a su incesante y fiel dedicatoria.

 

A veces, uno se emociona

y piensa que es libre…

cuando sólo se trata del acto

de mirar por la ventana.

Indice

I.                  Voz pensada       1

II.                De los silencios henchidos del mundo       2

III.              Soy una sola palabra       3

IV.              Si al oído una palabra te atravesara       4

V.                 Salir de sí       5

VI.              Volver y tropezar con uno mismo       6

VII.            Y acaso es un problema el estar vivo…       7

VIII.          Memorial de un pálido domingo       8

IX.              Se escucha sólo el alma del pez blanco       9

X.                 Elegía del silencio       10

XI.              Decadencia       11

XII.            Cada hombre es un cuerpo de guante que medita       12

XIII.          Ausencias       13

XIV.          Hablo de la soledad       14

XV.             Confesiones del mar       15

XVI.          A ese silencio mojado de los besos       17

XVII.        Te espero como el mar a una pregunta       18

XVIII.      Memorial de un pálido domingo 19

XIX.          Memorial de un lunes desmemoriado 20

XX.             Sólo el sauce entristece infinito 21

LA ELEGÍA DEL SILENCIO

Hombres

I

Voz pensada

No te pienso como una voz aislada

gorgoteando en un líquido de lágrima…

Te pienso como se piensa a la madera,

vetada, poderosa,

y a veces inconclusa como un beso.

 

Voz pensada: haz del trigo

que eres como la nostalgia

cuando se inclina en mi pecho

y no se que hacer con ella ¿dónde ponerla?

o si debo sonreír a una dicha alquilada.

 

Yo te pienso y cada vez el presente

se me llena más de pasado.

 

II

De los silencios henchidos del mundo

De los silencios henchidos del mundo

uno me pertenece,

que me niega la voz

a veces

con besos desesperados.

 

Allí donde la luz tan sólo se adivina

lejana como un símbolo

cosido a la cintura.

 

Allí donde fecunda el polen de los labios,

la huella polvorienta

del corazón desnudo.

 

Donde se siembran las palabras;

memorias donde morir leve,

paisajes donde segar sea olvido…

 

De los silencios  henchidos del mundo

uno me pertenece…

donde siempre quedas tú, lazado a la garganta,

aprehendiendo una sonrisa

de dolor.

 

                     III

Soy una sola palabra

No necesito nada

en mí sólo las piedras saben quedarse,

el resto flota y se aleja.

 

Me pudieras cribar la boca,

amortajar con troncos mi decurso,

sondearme hasta cubrirme de hojas,

tejer con todas las manos una frontera:

¡Yo seguiría fluyendo!

 

Muerdo orillas y me alimento de pautas leves,

de minúsculos puntos que tomo y dejo

justo después de la metamorfosis.

 

Me pudieras cubrir con tu aliento

en una cueva nocturna,

donde beber esa extraña cicuta que da el silencio

y aún en tu corazón encogido

saltaría de repente:

 

-¡Soy una sola palabra!  

 

                       IV

Si al oído una palabra te atravesara

Si al oído

una palabra te atravesara

como una daga afilada, certera

y un silencio de beso se clavase

hasta el punto de luz hipocentro

desde donde me amas…

 

Si acaso poder, pudiera, haber podido,

o poder un mañana cualquiera

cederte con la boca un todo;

un gramo de paisaje en extinción,

o este pequeño territorio que significa mi nombre.

 

Si entonces un susurro bastara

para clamar en tu mano la caricia doble

y un espeso redoble de sentidos te…

te…. ¡ah!

Pero mójame los labios, coarta los verbos

y otorga un abrazo de aquellos que quiebran;

porque cruzamos los puentes del desafío

y lontanea esa voluntad de las piedras

que interpone los cuerpos.

 

Un susurro, sí,

un cataclismo de luces convergentes

entre tu nombre y el mío,

en contagioso estupor de coexistencia.

 

Asido al alma: siembra amor, aprieta ¡aprieta!

Con la fuerza en que sonríen tus ojos desde dentro,

al reto de la puesta o el ocaso,

al desnudo acrópolis del pecho unido

y al choque o fusión amplio de los besos.

 

Pero si al oído

una palabra te atravesara…

si acaso esta voz supiera

dispersar desde aquí toda la densidad

hasta el límite de ti

con una sencilla palabra.

 

                 V

Salir de sí

Súbitamente

cierras los labios

y un beso cae como colgado de puntos suspensivos.

 

Has empezado a coexistir con tu silencio

y es estéril amoldar el cuerpo a la intención,

sin descocarte locamente.

 

Luego vienen los espasmos,

donde la represión entrechoca el aire

en brusco movimiento, necesario.

 

Donde salir de sí, es una consecuencia

de aquellos verbos mudos,

estrangulados

en los abrazos.

 

VI

Volver y tropezar con uno mismo

Volver. Se regresa de un reloj premeditado

con la sonrisa azul de haber vivido,

con las manos tediosas en anhelando

tropezar con uno mismo.

 

Volver. A veces me pregunto si es preciso;

si no pudiera ser otra mentira,

otra pálida, imprecisa melancolía,

creer que alguien me espera en algún sitio.

 

Pero es que es tan difícil improvisar costumbres,

arrancar la memoria y machacarla

como una nube de escarcha

contra mi puño frío.

 

Volver. Y no saber que decirte

para enfrentarme a tus ojos exigentes,

o si besarte invertido

para que no me taches de cotidiano.

 

Volver. Y saberte detrás de la puerta

fingiendo en las mejillas un suspiro;

royendo las toallas a escondidas

en todos los lavabos con cerrojos.

 

Acaso me hablaras fuerte y claro…

¡Así me gustaría no volver nunca!

Pero aún no; no digas nada hoy,

que el que huye de volver, a regresado.

                  

                     VII

Y acaso es un problema el estar vivo

Cuando vivir es sombra,

sombra incapaz de sorprendernos

y acaso es un problema el estar vivo

porque dos pies arrastran una masa de carne

que ya no va a ningún sitio

 

Cuando un día corre la mente

y se adentra en los cementerios,

a la forma en que un bucle de velocidad

arrasa sobre los muertos

con su estupor de sangre aún caliente.

 

Inunda a lo lejos el digital pulso:

un ojo que se multiplica

desde la rubia continuidad de los supuesto;

en aquella historia que alguien nos cedió

con palabras ya usadas, aprendidas.

 

La frenética longevidad de cuanto existe

llega hasta ti, o más allá de un ojo que escapa

de la lucha interna. Se inmoviliza y no piensa.

Dando paso a un linde siempre voraz,

abierto, morado, vital, no conocido.

 

Dobladas las rodillas, entonces,

el cuello desbocado de dar vueltas,

exhaustos hasta la célula del olvido

¡queda la gran mentira!

La cruel falacia de relojes y sedimentos

detenidos en este cuerpo que es la vida.

                    

                     VIII

Memorial de un pálido domingo

La luz cruza la puerta y te descubre

en holocausto de regreso.

Los labios afilados entorno a la palabra

sucumben en el musgo sencillo de los besos.

 

Erguidos en distancia rota,

empero sorprendidos,

prospectores aún del líquido en los ojos

de las manos rabiosas

y del olvido.

 

Al cauce de tus dedos, yo he nacido mil veces

cual mar pecaminosa

de algún recuerdo doliente,

como grano de mostaza

de un universo absurdo.

 

¡Ay, soledad del mundo!

que vuelves en el nombre

de cada nuevo otoño enrarecido,

con potestad de nudo

y esta desnudez de espanto

ante mi cuerpo.

 

                     IX

Se escucha sólo el alma del pez blanco  

Compartimos pan

y espacios minimalistas,

durante el acto más antiguo: la comida.

No existe gesto más individual,

más somero, más caduco ni propio.

 

Suenan palabras como brotes estériles

sin compromiso, sin esperar respuesta;

con la garganta hueca y encendida

y a menudo pensando, que hay demasiada gente.

 

Y esta lengua seca que nos pertenece,

soliviantada, mofándose, sin sentido,

tendida a la evasión: hacia la nada.

 

Un “cucut” de reloj impacta las voluntades.

Palabras que suben por el aire lánguido.

Se escucha una planicie quebrada de terruños,

se escucha sólo el alma del pez blanco;

la soledad que se ríe de las piedras

y el cuerpo siempre roto como una gran pregunta.

 

De fondo voces de asentimiento,

verbos fáciles, pausas de plumas,

la sensación nocturna del eco.

Ninguna mesa es realmente, compartida.

Yo no me río.

 

Busco el calor prosaico de un café

que recompense el silencio,

que baje hasta los pies con su abrazo líquido,

arrastrando con él la convicción del egoísmo

que alberga todo aquello que no digo.

 

                X

Elegía del silencio

Tregua de un gesto cualquiera,

quedamos esperando,

un estupor que respira

con miedo a ser observado,

esgrimiendo sentidos metálicos.

un gesto

aunque sea torcido, frágil, huidizo:

el signo de la no palabra,

dar un crujido

a cambio de la luz de orfebre

que se apaga en la espera, sin hálito.

 

Escuchar siquiera

una intención mínima de movimiento

el halo de una mano que cruza el aire,

el parpadeo de un ojo

la campanada del gran silencio.

El labio quebrado del deseo

contra la propia sombra,

rallada, rallada…

en eco de imagen,

¡Espejo en grito hacia dentro!

 

Me veo en aquel hueco indeterminado del yo,

donde a veces el vértigo

es superior a cualquier certeza.

Donde el silencio coarta los sentidos

como una dentadura cimentada

y la lengua revolotea (mariposa en un vaso)

su loca herida enarbolada,

                      ciega como un dios imperfecto.

              

             XI

Decadencia

Decadencia es

la distancia frágil entre dos cuerpos

acostumbrados al silencio.

 

Acostumbrados,

a precipitar rodando el nudo del agua,

como girasoles locos

en la penumbra del solitario.

 

De repente, ceder

a la inocua soledad,

aquella parte espigada del cerebro

que agujerea con su latido punzante

los remotos rincones del alma.

 

Se consume el grito desolado

sin lograr desprenderse,

porque el llanto no anuncia la esclavitud

ante las propias palabras.

 

Un mar silenciado

ahoga en la garganta,

desorbita el iris

y un colapso repentino empuja violento

el tapón que no respira: el silencio.

 

                  XII

    Cada hombre, es un cuerpo de guante que medita

Errando, lo sé,

saltamos de piedra en piedra,

de olvido en olvido...

guardando vivencias en sitios,

olores viejos en paños,

lamentos en la techumbre.

 

Tenaces

como líneas de fuerza,

en un contrasentido intento de existencia

necrófila y absoluta.

Cada hombre

es un cuerpo de guante que medita.

Ver y no ver, es transparente,

introspectivo;

como un acto de aliento que confirma

que la locura innata es evidente.

 

Pancarta del ombligo:

_ ¡Yo sé, yo soy, yo digo y hago…

yo reivindico el pubis

y entiendo que evoluciono!

 

Errando. Soy un amor caduco,

soy una arruga que piensa,

un cuerpo extraño, un ojo.

Me llamo y no me respondo

y a veces, duermo blanco,

errando igual que vivo.

Estoy. A veces me da la risa.

Suspiro por mis muertos

y beso instantes: ¡deliro!

Paso y camino,

pero las canas no son gratuitas.

¡No aprenderé nunca a envejecer!

y aún aprende

este obstinado viejo en el que vivo.

 

Me paso el día

ido y tumbado,

lanzando mecánicamente soplos

y a veces me encabrito al tiempo de pensarlo.

             

            XIII

Ausencias

Callamos siempre

los duros pensamientos blancos

que en forma de raíces se dislocan,

allí donde la decadencia obliga

al signo humilde de los años.

 

Proponemos alguna sugerencia al grito

nos otorgamos en cambio,

la anunciación del acuerdo,

de salir y contemplarnos

el egoísmo.

 

 

Cuando los besos son al ombligo

como la carne a la carne,

como la soledad

- por ejemplo -

al inmenso párpado caído.

 

Y en los claros o esquinas del cielo

invocamos un largo fado,

una caricia rascando lomos de hojas

por azuzar un verbo errante,

una garganta ronca pronunciando: “ausencias”.

             

               XIV

Hablo de la soledad

Hablo del grito

profundamente herido en las bañeras;

hablo ¿cómo no? de la retorcida sierpe

con voz de complacencia descarada,

que habita sin la luz en las letrinas

masturbadas.

 

Donde se escucha el restregar en las baldosas

de tanta escurridiza carne

que ahoga el agua apretada a las caderas

y entre las ingles forma cataratas.

 

Se separa del mundo, de puntillas;

cortina, jabón, vidrio ¡espada clavada!

Orificio de cañería,

donde sucumbe el beso no entregado,

la piel sin segar,

la semilla volcánica del organismo,

su lava natural, su cuerpo espeso,

los dedos arañando la cerámica

y el pelo salpicando los espejos.

 

Hasta desgastar el sonido de la gota,

hasta su líquido final,

hasta el desplome

y el peso se resbala en mano propia.

Pero la mente, la mente entonces, con su gesto antiguo,

presiona las paredes dolorosas

y duelen pies, cabezas, labios,

recordando tan sólo:  LA SOLEDAD.

 

              XV

Confesiones del mar

Dice el mar

que fuiste espectador de los míticos griegos,

que en tus ojos silenciosos las piedras se derruían.

 

Dice acaso, que reconstruiste

uno a uno los sueños de la noche.

¡Oh, la paciencia del sabio!

con tu sonrisa alicaída entre los hombres.

 

Dice el mar,

que caminas sobre el agua

como un dios cansado

transportando tu saco de besos...

Que donde tu sombra fue, fue el abismo

donde brotó el camino

en la cruz de tus ojos cerrados.

 

Dice, que tomabas a cucharadas

el círculo de humo que procreaste

y te retornó ¡oh, veterano!

el triste devenir del sórdido eco

y la amarga salivación en los labios.

 

Y es que el mar trae a veces, dedicatorias de espuma

y he de despejar a soplos, por cada voluta

la simiente del guerrero,

igual que en tu memoria viven los minutos

 

Tú, donde grita la tempestad

que se columpia y trepa por el mundo;

que una misión libertaria te engendró

para quedar en ella,

como huella en la encrucijada del tiempo.

 

Abrazado al tiempo como un reloj de arena

alza tu voz la crítica contemporánea;

y en tu perfil se miden los muchachos

que aún confían en alguna recompensa.

 

Proclamaste el puño contra la tiranía

y aún entre ciertas lluvias entristeces,

con la agria respiración del esfuerzo

que reverbera luz entre nudillos.

 

Dice el mar,

que también, yo duermo en tu abrazo...

­ ¡oh, tu abrazo!  ­ ¡ah, tu abrazo!

Esas aspas cruzadas a mi espalda

que son del hombre sembrador de estrellas.

 

Y mientras te siento hundirte

me vienen a la garganta

tus versos heridos, soñados y erectos,

el estupor a la decadencia de no vivir en ti

y es mi amor destronado el que te sonríe

cada vez que lo recuerdo.

 

Y en todas las voluntades

¡todas perecederas!

Te queda el corazón,

con ese olor a soledades viejas.

Dice el mar,

que te queda el corazón:

donde yo duermo.

 

            XVI

A ese silencio mojado de los besos  

Tú, como el viento

dibujas las nocturnas distancias de las nubes...

como el viento…

con los ojos entornas viejos sauces

cada vez que te miro.

 

Espora del atardecer,

en la sucesión de tus horas

hay un crepúsculo constante

donde ceden las manos

a ese silencio mojado de los besos.

 

Tú, como el viento:

partitura en voz doliente

que se bebe la lluvia

a base de besos.

 

Inventaste un invierno sin bufandas

que con aliento macerado

deja caer una hoja en cada verso

¡contra mi soledad de piedra la incierta sombra!.

          

                    XVII

     Te espero, como el mar a una pregunta

Te espero, como el mar a una pregunta…

Te espero en mi buzón, torpe e inmenso

que cada tres días despliega

manojos de publicidad y otras

hierbas, al estilo de recibos.

 

Una postal siquiera

y no me gustan las postales

que ni escritas por los bordes intimidan

un completo mensaje.

 

¡Qué deseo de estigma!

Donde la soledad no parezca cierta

y floten besos como nenúfares:

palabras que anuncien la espera

de este cuenco educado

a silenciar los sueños.

 

Si no que una señal liviana y repentina,

si no que una verdad conmovedora

que me devuelva el natural instinto

a ceder el labio inferior,

a dejarlo caído…

quebrando esta expresión tan seria

de todo lo cotidiano.

              

             XVIII

Memorial de un pálido domingo

La luz cruza la puerta y te descubre

en holocausto de regreso.

Los labios afilados entorno a la palabra

sucumben en el musgo sencillo de los besos.

 

Erguidos en distancia rota,

empero sorprendidos,

prospectores aún del líquido en los ojos

de las manos rabiosas

y del olvido.

 

Al cauce de tus dedos, yo he nacido mil veces

cual mar pecaminosa

de algún recuerdo doliente,

como grano de mostaza

de un universo absurdo.

 

¡Ay, soledad del mundo!

que vuelves en el nombre

de cada nuevo otoño enrarecido,

con potestad de nudo

y esta desnudez de espanto

ante mi cuerpo.

 

               XIX

Memorial de un lunes desmemoriado

  Tu traías la fruta redonda,

tersa, de vientre cálido.

Era casi agosto de canícula

porque entre los labios rodaba el vino

quemando como besos largos.

 

Me sonreías y era suficiente,

nada estaba dicho o esperado

antes que el crujido flexible

de aquella sonrisa compartida

buscándose, angosta y de espejo.

 

Se hacía tarde,

la calma daba calor y sueño.

Se colaba por la espalda

la caricia compañera

y un silencio de lecho.

 

Y ya en el horizonte oscuro

tu ausencia -recuerdo-

era la loca simiente,

el invencible opaco del deseo...

donde volver al frutero y reencontrarte.

               

                 XX

Sólo el sauce entristece infinito

En el árbol nocturno de tu cuerpo,

empieza tu noche y acaba la mía, por saber

que sólo el sauce entristece infinito

el porque de unas hojas que caen como lágrimas

¿ y qué sabrán las hojas de la gravedad?

 

Porque dentro de los lomos abiertos

llevo troncos que empujan

a la premeditada levedad

de la noche y el sauce sediento

que se place en beber del alma.

 

Pero cuando habla tu destino, yo callo,

fiel a lo que esperas de mí…

bloqueando el conjuro que late

sabias como líneas que no tienen

desembocadura.

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